15 diciembre 2019
Sentarse a escribir, ahora, en uno de los bancos del viejo Ateneo de La Huerta, siempre produce en mi una sensación de profundidad y lejanía impropia de quien se ha visto obligado durante casi toda su vida anterior a mantener el pragmatismo y la eficacia como bandera suprema de lo irrenunciable; Un viejo - lituano, dicen por aquí - toca su violín en la puerta del local dando alegría a niños, viejos y gente caritativa que acaban echándole alguna moneda en ese estropeado y sucio gorro que yace a sus pies; Marta, esa joven y bella cincuentona, que hace el pan más rico de toda La Huerta, se deja piropear cuando viene a por su "café para llevar", dando un aire festivo al local y a la cara de esos viejos carajilleros que la observan como si todavía pudieran merecerla; Josefa - la Madame de la Huerta más auténtica - a sus bien llevados ochenta y dos, nos recuerda cuando los hombres eran hombres y no como ahora que se pasan el día depilándose las cejas y hasta lo más oculto ... mientras apura su enésima copa de amaretto; Juan - ese enorme chicarrón del Norte que se crió cerca de La Huerta en una casa cuartel de la Guardia Civil - no ceja en lanzar mensajes acerca del sentimiento propio y extraño del concepto Patria, mientras presume de levantarse a las cinco de la mañana después de una larga noche de amor con su Irati, el amor de toda su vida, y de haberle "hecho" - (por limpiarlo, adecentarlo y llenar de pienso los comideros y bebederos de los animales), el corral a su padre que no renuncia a tener sus animales aunque ya le queden "dos pedos de vida", (sic) ... "Es su única ilusión" - nos dice Juan con ojos de cristal de lluvia.
Pintar el día, creando un cuadro de todo lo que se ve para saber que existe, es una cuestión de arte de quien sabe hacerlo ... yo solo sé pintar juntando letras y es lo que intento, pero hacerlo en la forma que sea es algo tan necesario como aquello que me enseñaron de chico: "Hay que saber aprender a aprender ... a vivir, sin saber apreciarlo ... no se puede".
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